En cualquier caso, lo más importante en la literatura son las obras, así que incluyo aquí un breve texto de esta autora, publicado en 1961 en A mitad del camino y recogido también en La puerta de la luna. Cuentos completos (Madrid: Destino, 2010):
"EL DUENDE"
Me resisto a decir que no existen los duendes. Confieso que cuando mi hijo, o alguien como él, me pregunta: "Pero, de verdad, ¿existen o no existen los duendes?", quisiera eludir la respuesta. Me avergonzaría decir que sí, porque tal vez ya no estoy muy segura. Sé que aún hay gentes que dejan la escudilla con grano para el duende, bajo la escalera, los días en que el invierno gime demasiado fuerte por entre las vigas de la casa. Sé también que hay quienes huyen despavoridos de los huertos, o de los bosques, y dicen: "Por allí andan...". Sin embargo, hoy, aquí, ¿cómo podría contestar a mi hijo sin zozobra: "Sí, es cierto, existen los duendes y yo los he visto"?
Y bien es verdad que algún día, en algún momento, en alguna ocasión -¿cuándo?, ¿dónde?, ¿cómo lo podría ahora saber?-, yo les vi, les oí, acaso les hablé. Y pocos habrá, creo yo, que no los hayan conocido, o por lo menos presentido. Eran pequeños, frágiles, se confundían con el color de las hojas, con el terciopelo de las cortinas o con el brillo de las copas de cristal. Eran fugaces como el reflejo de un espejillo que atraviesa, igual que una araña de oro, el techo de la habitación. Estábamos callados, quietos, y de pronto llegaba el viento hasta el cañón negro de la chimenea, y saltaban miles y miles de ellos, resplandecientes, y nos asustaban. O íbamos corriendo, y nos caíamos sin saber cómo ni por qué, y recuerdo bien que volvíamos la cabeza atrás, rabiosos, y les amenazábamos con el puño: seguros, sí, bien seguros de que era una burla de ellos. Así cuando se enredaban en la suma o la multiplicación para equivocar los números, cuando nos escondían los pañuelos o destrozaban aquel jarrón que ni siquiera habíamos tocado. Y pienso, a menudo: "Ahí están", al no encontrar aquel objeto que acabábamos de dejar a nuestro lado, al desaparecer el cigarrillo recién encendido, que se encuentra convertido en una barrita de ceniza en una esquina insospechada, sin rastro de humno siquiera.
Ahí están los duendes, también: en las lenguas y los oídos malignos de las gentes, en las sonrisas de suficiencia, en las falsas noticias. ¿Dónde nacen los rumores? ¿Cuál es la cueva de las calumnias? ¿Dónde empiezan la maledicencia, la frase cruel, la envidia?
Claro está que también hay duendes benéficos. Tal vez ningún duende fue bueno del todo -y esto lo aprendí no sé dónde, no sé cómo-, pero tampoco los hay absolutamente malos. Los duendes incrustan la insidia, la zozobra, pierden los lápices, echan doble ración de sal en las comidas, enganchan los clavos en los vestidos, agujerean los bolsillos, pero ¿dónde está su culpa?, ¿dónde empieza su mal? Somos nosotros quienes les damos vida, quienes los destruimos.
No sé de nadie que odie a los duendes, sólo conozco quienes les temen. Como nos tememos a nosotros mismos, o como nos deseamos, o como soñamos. Los duendes pasan de puntillas por nuestras vidas, raudos como estrellas caídas o lentos como un roce. Se agazapan en el fondo de nuestra conciencia, nos vendan los ojos, nos inclinan allí donde se inclina nuestra comodidad, nuestra envidia, nuestro olvido. Acaso, también, nuestra pequeña, chata, ruin venganza. No lo sabemos. Nadie ama a los duendes, pero estoy segura de que hay al menos un sabor amargo al contestar, con absoluta certeza: "No es cierto, no existen los duendes". Como si descubriéramos de pronto que no tenemos disculpa alguna, ni para el bien, ni para el mal, ni para la tontería.
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